El día que me saqué el demonio de encima
No fue un exorcismo con gritos ni un ritual de liberación.
No. No fue un procedimiento escandaloso ni un ritual religioso, Fue algo más íntimo, más callado y más verdadero.
Una sensación concreta de que había algo alojado en mí —una fuerza, una sombra, una entidad simbólica— que por fin había decidido soltarme.
O mejor dicho: que yo, sin darme cuenta, había empezado a soltar.
No sabría explicarlo con palabras técnicas.
Solo sé que ese día lloré, bostecé, suspiré con el alma, y sentí que la sangre volvía a circular por mis extremidades como si algo largo, oscuro y pegajoso hubiese dejado mi cuerpo.
No fue una metáfora. Fue una experiencia física real.
Mi mandíbula se aflojó. Mi cuello se enderezó sin que yo lo forzara. Mis caderas se soltaron.
Y al mismo tiempo, una idea me atravesó con la lucidez de una verdad no pensada:
“me saqué el demonio de encima.”
El contrato que nadie vio pero que gobernaba todo
Ese día entendí que había hecho un pacto vibracional con la vida, y lo había firmado desde un lugar profundamente herido.
No con tinta ni con sangre.
Lo firmé con gestos, con omisiones, con resignaciones pequeñas.
Lo firmé cada vez que acepté que alguien me diera menos de lo que necesitaba.
Cada vez que dije “está bien” mientras una parte de mí gritaba por dentro.
Cada vez que no dije nada para no incomodar.
Cada vez que creí que recibir un poco era mejor que no recibir nada.
Ahí sellé el contrato.
El pacto no decía “vas a sufrir”, porque yo nunca lo hubiera firmado así.
Decía algo más seductor:
“Si te resignás, si te ajustás, si te callás, si te vaciás un poco… vas a poder pertenecer.
Vas a tener amor. Vas a estar acompañado.”
Y yo creí.
Porque en ese momento no tenía otra opción.
Porque el miedo al abandono era más grande que el amor propio.
Porque mi sistema emocional aún no distinguía entre afecto y retaceo, entre presencia y vigilancia, entre amor y captura.
Ese contrato invisible dictaba mis elecciones, mis vínculos, mis reacciones.
Estaba presente en mis silencios, en mis excesos, en mi forma de dar de más para no ser dejado de lado. Y el cuerpo lo sabía.
El cuerpo lo sufrió durante años.
La vergüenza: garras clavadas en mi carne
Pocas cosas duelen más que vivir con vergüenza crónica.
No es una emoción puntual. Es una atmósfera.
Es la sensación permanente de que hay algo en vos que no está bien, aunque nadie te lo diga.
Es no poder relajarte nunca del todo.
Es creer que tu forma de amar, de hablar, de mirar, de existir… es inapropiada.
Es no poder habitar tu deseo sin pedir disculpas.
En mí, la vergüenza se instaló desde muy chico.
Se fue pegando al cuerpo como un manto invisible.
Me hacía sentir que el cuerpo estaba mal, que mis gestos eran excesivos, que mis emociones eran escandalosas.
Y entonces me volví vigilante de mí mismo.
Aprendí a leer el entorno antes de entrar.
A suavizarme. A esconderme. A moldearme.
Esa vergüenza tenía garras. No simbólicas, sino somáticas.
Estaban clavadas en los músculos del cuello, en la mandíbula apretada, en la espalda encorvada, en el estómago que se contraía cuando alguien me miraba con juicio.
No era un pensamiento.
Era una postura.
Una forma de contraerme para no ocupar demasiado espacio.
El pacto con la vergüenza fue, durante años, la única forma de sobrevivir.
Si me avergonzaba primero yo, me protegía del juicio ajeno.
Si me reducía, nadie me iba a reducir.
Si me castigaba, me salvaba del castigo.
Así se mantiene el contrato: con autocensura como moneda, con sometimiento como seguro emocional.
La culpa: deuda constante que nunca vence
En el centro del contrato, la cláusula más difícil de romper era esta:
“Si alguna vez fuiste cuidado, contenido, querido… tenés que pagarlo.”
Y pagarlo no con gratitud, sino con culpa.
La culpa no como señal ética, sino como sistema de endeudamiento crónico.
Como si cualquier momento de amor tuviera un precio.
Como si el bienestar, el placer, la ternura… tuvieran un reverso obligatorio de sacrificio.
Y si no lo pagaba, algo terrible iba a pasar.
Alguien me iba a abandonar. Me iban a descubrir. Me iban a castigar.
Viví con la culpa como compañía cotidiana.
Me sentía culpable por tener necesidades, por expresar emociones, por pedir más de lo que alguien estaba dispuesto a dar.
Y a veces incluso me sentía culpable por sentirme bien, como si el goce fuera una traición al dolor que me formó.
Entonces me boicoteaba.
Rechazaba lo bueno.
Saboteaba lo simple.
Me alejaba de lo que me hacía bien “para que no se malinterprete”, “para no perderlo”, “para no parecer desagradecido”.
La culpa operaba como un microchip que me decía:
“Si te va bien, si te quieren, si te eligen… devolvé algo. Sufrí un poco. Cancelá esa alegría.”
Y ese chip estaba incrustado en el cuerpo.
No era un pensamiento.
Era una tensión constante.
Una incapacidad de descansar.
Una alarma que nunca se apagaba.
Rendirme no fue caer: fue despojarme
El día en que todo eso empezó a aflojarse no fue un día de gloria.
No me sentía poderoso ni iluminado.
Estaba cansado. Exhausto. Furioso.
No recuerdo bien qué me había enfurecido, solo sé que tenía el pecho a punto de explotar.
El cuerpo entero estaba alterado, como si estuviera por desbordarse de adentro hacia afuera.
Y entonces, sin planearlo, ocurrió ese encuentro.
No fue amor, ni romance, ni destino.
Fue un contacto humano, firme, afectivo.
Un cuerpo presente. Un abrazo sin doble fondo.
Una energía que no me pidió nada.
Y en ese gesto simple, mi cuerpo dijo sí.
Sin miedo. Sin juicio. Sin disociarse.
Y lo demás vino solo: la relajación, el llanto, los bostezos, el cuello alineado, la espalda suelta.
Y esa frase que emergió como una confesión sagrada:
“Siento que me saqué el demonio de encima.”
No fue una metáfora. Fue literal.
Algo se fue. Algo salió. Algo que no me pertenecía.
O que me pertenecía solo hasta ese instante.
Y supe que no era una caída. Era una rendición honesta.
Un dejar de luchar contra mí mismo.
Un quitarme de encima la entidad psíquica que me gobernaba desde el trauma.
Una liberación sin fuegos artificiales.
Solo cuerpo. Solo verdad.
Solo el fin del encantamiento.
Ahora hay espacio
Desde entonces, no todo es luz. Pero hay espacio.
Espacio para no negociar tanto. Para dejar de pedir permiso para existir.
Para no entregarme por anticipado. No siento que gané una batalla.
Siento que volví a mí. Que el exilio terminó.
Y que mi cuerpo, ahora sí, me aloja sin castigo.
Y eso, después de tantas décadas de encogimiento, es milagro.
Es reencarnación. Es fuego verdadero.
Para recordar
Hay pactos vibracionales que no firmamos con la razón, pero que moldean toda nuestra forma de vivir. Romperlos implica sentir el cuerpo desde otro lugar, no pensarlo distinto.
La vergüenza enquistada no se combate con orgullo ni con afirmaciones: se disuelve cuando dejamos de escondernos de nosotros mismos.
La culpa no es siempre señal de conciencia. A veces es el residuo del chantaje afectivo que aprendimos de niños.
Rendirse no es perder. Es dejar de sostener estructuras que ya no nos representan. La rendición verdadera es descanso, no derrota.
El cuerpo sabe cuándo una presencia es segura. Y también sabe cuándo una vibración antigua deja de tener poder.
Prácticas de liberación vibracional
1. Escritura del contrato
Escribí, sin filtrar, el contrato que sentís que firmaste con la vida:
¿Qué prometiste a cambio de amor?
¿Qué parte de vos tuviste que entregar para que te eligieran?
¿Qué versión tuya fabricaste para no incomodar?
Leé ese contrato en voz alta. Después, rompelo, quemáselo, archivalo como testimonio. Pero no lo firmes más.
2. Recuperación del espacio corporal
Buscá una postura que simbolice rendición sin derrota. Tal vez acostado boca arriba, con brazos abiertos. O sentado con las manos en el pecho. Respirá ahí. Sin pensar. Solo respirá y dejá que el cuerpo se reescriba en esa forma nueva, sin vergüenza ni tensión.
3. Ritual de devolución energética (simple, simbólico)
Si sentís que hay una energía vieja que aún te ronda, escribile una carta corta:
“Ya no te necesito para sobrevivir. Gracias por lo que hiciste cuando no tenía otra opción. Pero hoy, te devuelvo lo que no me pertenece. Y me quedo conmigo.”
Guardala o quémala, según lo que sientas. Pero soltala con firmeza.
Preguntas de integración
¿Qué parte de mí fue colonizada por una energía que no era mía?
¿Cómo me doy cuenta cuando estoy siendo gobernado por la culpa o la vergüenza?
¿Cuál fue el precio emocional de haber pactado con la escasez emocional?
¿Qué cuerpo quiero habitar ahora que ya no estoy poseído por ese pacto?
¿Puedo dejar de pedir perdón por existir?
¿Alguna vez sentiste que llevabas algo dentro que no era tuyo?
¿Una vergüenza muda, una culpa heredada, una fuerza que te hacía vivir contra vos mismo?
Este artículo es para quienes están listos para dejar de pagar con su cuerpo lo que no deben.
Si algo en vos se removió al leerlo —un recuerdo, un temblor, una verdad que no habías dicho— te invito a compartirlo. No para hacer catarsis. Sino para honrar el momento en que decidís volver a vos.
Escribí. Comentá. Respondé.
No hay exorcismo más poderoso que decir en voz alta:
“Esto ya no me representa.”