Hoy amanecí cansado, como casi siempre —las mañanas no han sido nunca mi fuerte— aunque un poco más que lo usual. Apenas tenía fuerzas para salir de la cama y dejar el dolor del cuerpo en la noche pasada. Por un momento sentí que ya no me quedaba fuego, ni chispa ni brasas encendidas bajo las cenizas.
¿De qué fuego quiero hablar hoy si apenas puedo nombrarlo? No es el fuego brillante. No es el que se ve desde lejos. No es el que inspira aplausos ni selfies ni discursos motivacionales.
Es otro fuego. Uno mucho más discreto. Uno que apenas titila, pero no se extingue. Es la llama piloto que aunque por momentos parece apagarse, está ahí para encender y calentar la sangre que circula por el cuerpo.
Es el fuego que resiste cuando todo adentro parece haberse rendido.
Ese calor mínimo que queda cuando el cuerpo ya no quiere moverse,
cuando la mente no encuentra propósito,
cuando el alma no tiene a quién llamar ni en qué creer.
No es un fuego de entusiasmo.
Es un fuego de dignidad.
De esos que no hacen ruido pero mantienen en pie.
Porque hay momentos —y si estás leyendo esto, quizás estés en uno—
en los que no se trata de avanzar.
Se trata de no caerse.
De no apagarse del todo.
Y es ahí, justo ahí, cuando aparece esa llama mínima que parecía extinguirse, ese resto de energía que no viene de la motivación sino de una raíz mucho más profunda: la de haber decidido no traicionarse, aunque no quede nadie mirando.
No es fácil sostenerse en pie cuando el alma todavía está acostada.
Hay días en que levantar el cuerpo es una negociación lenta, como si el colchón hablara el idioma del cansancio mejor que uno mismo. Días en que las piernas no se mueven por deseo, sino por una fidelidad antigua a la vida, por ese mandato tácito de no dejarse estar, aunque no haya nadie mirando. Uno se levanta, se viste, sale. No por ganas. Sino por esa especie de pacto con lo invisible: seguir respirando aunque no haya aire nuevo.
Subir las escaleras del tren puede sentirse como escalar una montaña que no conduce a ningún paisaje. El corazón se acelera, la respiración se vuelve más densa, y la mente repite la pregunta como un tambor sordo: ¿para qué? Apurarse sin dejar el cuerpo atrás. Llegar a tiempo sin saber para qué lugar. Apoyar la mano en la baranda como si fuera un ancla. Cruzar la puerta como quien atraviesa una selva. El cuerpo está, pero a veces parece que uno no ha llegado todavía. Y sin embargo… se está ahí.
Hay una forma de dignidad que no brilla, pero arde. Es la que se manifiesta cuando uno se levanta aunque no tenga a dónde ir con alegría. Cuando uno cumple con algo que no ama, pero lo honra igual. Cuando el cuerpo se resiste pero uno lo abraza con respeto, y le dice: “vamos una vez más.”
No se trata de lucha. Se trata de presencia.
De esa presencia silenciosa que sostiene el andar aún sin sentido.
Es una forma de amor feroz.
Hacer lo que se dijo que se haría.
Estar donde uno prometió.
Cuidar lo que uno mismo eligió, aunque ahora no lo entienda.
El paso del tiempo empieza a sentirse en el cuerpo como una historia escrita en los huesos. La cadera que se queja. El cuello que no gira como antes. El peso acumulado en la zona lumbar. La mandíbula que aprieta durante el sueño. El cuerpo que lleva encima los días en que nadie ayudó. Las veces que uno no pudo parar. Las veces que tragó lágrimas para no faltar. El tiempo no es algo abstracto. Está inscrito en las tensiones, en los latidos, en el modo en que los pies pisan el suelo.
Y sin embargo, hay algo magnífico en todo eso.
Hay una forma de gloria que no está hecha de aplausos,
sino de sostenerse de pie en una estación vacía con el alma hecha trizas.
De moverse igual, de caminar igual,
de salir al mundo sin maquillaje emocional,
con el corazón lleno de grietas, pero sin rendirse.
Hay belleza en hacer lo correcto aunque no haya testigos.
En no esperar a estar motivado para cuidar lo que nos sostiene.
En ser el propio motivo cuando no queda ninguno.
Eso es fuego.
Eso es madurez espiritual.
Eso es la forma más honesta de dignidad:
hacer por uno mismo lo que nadie más haría.
Y sí, a veces uno se siente solo.
A veces parece que no hay testigo para tanto esfuerzo silencioso.
Pero hay una fuerza secreta que observa, que honra, que responde.
Una inteligencia interna que registra todo lo que hacemos por nosotros mismos, incluso cuando no queda energía ni esperanza.
En ese lugar sin promesa, donde solo queda el cuerpo, la respiración y un impulso ciego por no desaparecer,
se enciende algo que no se enseña:
una voluntad que no depende de la razón ni del resultado.
Un amor que no necesita nombre.
Un fuego que no se ve, pero que sostiene toda la historia.
El fuego que queda cuando todo lo demás se apaga.
El que no necesita para qué.
Porque su existencia ya es el milagro.
🔥 ¿Sentiste alguna vez que solo te sostenía una brasa interna?
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Este espacio es para los que siguen andando, incluso cuando no saben a dónde van.
Esa flamita, esa chispa que jamás se apaga y que está lista para volver a arder. No todo el tiempo debe estar luminosa, brillante y candente, merece su descanso para volver a incendiar. 🔥👌🏻 muy bueno. Me encantó. Hay días...
Donde hubo fuego, cenizas quedan... Y a veces, solo la ceniza es lo que mantiene el alma en el cuerpo.