Hay una escena que se repite, silenciosa, casi imperceptible. No sucede en el mundo externo, sino en ese teatro íntimo donde el deseo y el miedo se entrelazan. Allí, un sujeto cualquiera, se imagina conociendo a alguien. Alguien a quien podría amar, alguien que podría amar, alguien que podría amarlo. Todo parece posible, incluso deseable. Hasta que ocurre eso. Una sensación que aprieta el cuerpo. Un temor, aparentemente ilógico, que se insinúa con fuerza: ¿qué pasa si digo que no? ¿Qué pasa si no estoy? ¿Qué pasa si no ocupo el lugar que el otro parece necesitar de mí?
No es el miedo a ser rechazado. Es algo más complejo. Más antiguo. Más estructural.
Es el miedo a desaparecer si no se está.
A quedar afuera si no se entrega todo.
A perder el lugar, si no se ofrece como objeto.
La trampa del caramelito
Vivimos en una cultura que romantiza la entrega total. Que premia la disponibilidad emocional y corporal como moneda de cambio afectiva. Estar siempre ahí, responder rápido, calmar al otro antes de que su angustia lo desborde.
Ser deseable, ser amable, ser comestible. Ser el caramelito que el otro pueda tomar cuando quiera.
Y sin embargo, detrás de esa dulzura, hay una trampa simbólica: el cuerpo se convierte en ofrenda. Y el deseo propio queda suspendido. Lo importante no es lo que uno quiere, sino lo que uno representa para el otro.
El precio de estar, entonces, se vuelve altísimo: el silencio del sujeto.
¿Qué pasa si no estoy?
Para muchxs, el problema no es ocupar el lugar de objeto. Es un lugar familiar, incluso cómodo. La pasividad tiene su goce. El sometimiento tiene sus reglas. El problema aparece cuando se quiere salir de ahí. Cuando se intenta decir que no. Cuando el cuerpo, por fin, articula un límite.
Y ahí se abre el abismo:
¿Y si me reemplazan? ¿Y si dejo de importar? ¿Y si ese espacio lo ocupa otro?
El miedo no es a perder al otro: es a perder el lugar.
Porque el lugar —ese lugar de objeto amado, útil, ideal, necesario— fue construido como única forma de existencia posible.
Quedar fuera de ese lugar implica, para muchxs, dejar de ser.
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¿Quién arma la escena?
La pregunta que hay que hacerse no es si el otro es bueno o malo. Si ama bien o mal.
La pregunta es:
¿De quién es esta escena? ¿Quién la está dirigiendo? ¿Quién arma la coreografía del vínculo?
Porque si toda relación amorosa está armada sobre el temor de desaparecer, no estamos amando: estamos pidiendo ser sostenidos.
Y si solo sabemos estar como objetos, entonces no hay espacio para el deseo.
Ni para el nuestro, ni para el del otro.
El deseo como resto, no como garantía
Desear no es garantizar nada. Desear es arriesgar.
Es poder decir que no, aun sabiendo que el otro puede irse.
Es no ocupar el lugar del caramelito, del trofeo, del insumo afectivo que llena la falta del otro.
Es habitar una escena con vacío, con distancia, con tensión.
Y sostenerse ahí, como sujeto.
La pregunta que se impone, entonces, no es cómo estar para ser amado.
Sino:
¿cómo deseo estar? ¿Qué estoy dispuesto a perder para no perderme a mí?
¿Tengo los recursos simbólicos, afectivos, materiales, para no quedarme atrapado en el goce del otro?
Porque el verdadero drama no es que el otro goce de mí.
El drama es quedar a merced de ese goce.
Y renunciar al propio deseo para calmarlo.
No llenar la escena, habitarla
No se trata de volverse indiferente, ni de jugar al desapego.
Se trata de construir un lugar desde donde se pueda amar sin dejar de ser.
Un lugar donde el deseo no sea castigo. Donde decir que no no implique desaparecer. Donde el otro pueda amar lo que uno es, y no lo que uno le da.
Ese lugar no se encuentra: se traza.
Con palabras. Con cuerpo. Con cortes.
Con decisiones que no siempre calman al otro, pero que nos devuelven el nombre.
Ahí, recién ahí, empieza el amor.
¿Dónde te descubrís ocupando un lugar que no es tuyo? ¿Te animás a dejarlo vacío sin desaparecer?
¿Qué hacés vos con el deseo del Otro?
Leé el texto, sentilo en el cuerpo, y compartí tu experiencia en los comentarios.