Hubo un tiempo en el que no podía habitar mi cuerpo sin sentir vergüenza.
No es que me disgustara una parte en particular.
Era una sensación más global, como si todo yo estuviera levemente fuera de lugar.
Demasiado algo. Demasiado suave. Demasiado visible.
Era como si mi cuerpo hablara antes que yo, y dijera cosas que yo no quería que nadie supiera.
Así que me acostumbré a contraerme.
A meter la panza, apretar los glúteos, tensar la mandíbula, endurecer el pecho.
Como si eso me volviera más invisible, más presentable, más... aceptable.
No sabía que eso también era una forma de exilio.
Un destierro cotidiano, silencioso, voluntario.
Tenía seis o siete años cuando escuché por primera vez esa frase que después se volvería mantra interno:
“Escondé esa panza.”
Me lo dijo mi abuela. No con maldad, sino con esa crudeza práctica que tienen algunas mujeres mayores.
Ella estaba parada en la cocina, yo venía de jugar, transpirado, con la remera levantada y el ombligo al aire.
No estaba haciendo nada malo. Solo era un niño respirando como respiran los niños: sin apretar.
Pero algo en su mirada se endureció. Me miró rápido, con gesto de desaprobación, y dijo eso:
como quien enseña algo importante.
Como si al esconder la panza estuviera aprendiendo a protegerme del mundo.
Y lo hice.
Desde entonces, lo hice.
Empecé a meter el abdomen sin que me lo pidieran.
Me paraba raro en las fotos, apretaba el estómago incluso sentado, dejaba de respirar hondo.
Como si mostrarme suelto fuera una amenaza.
Como si el cuerpo relajado fuera un pecado.
Y así empezó mi entrenamiento:
no para habitar el cuerpo, sino para disimularlo.
El cuerpo dejó de ser casa y se volvió trinchera.
Lo observaba desde afuera como se mira a alguien problemático.
Le pedía que no llamara la atención.
Que no deseara.
Que no transpirara.
Que no sangrara.
Que no hablara más de la cuenta.
Por eso, cuando años después empecé a experimentar dolores en la mandíbula, nudos en el cuello, psoas contracturado, glúteo derecho dormido, no entendía qué me pasaba.
Visitaba médicos, fisioterapeutas, hacía yoga, pero el cuerpo no respondía del todo.
No me dolía el cuerpo por viejo o por sedentario.
Me dolía por tanto tiempo silenciado.
Tardé años en ver que no eran síntomas aislados.
Eran palabras atrapadas.
Eran partes de mí que no habían sido tocadas nunca con ternura.
Porque el cuerpo no olvida.
El cuerpo es la caja negra de lo que no dijimos.
Y también es la última puerta por donde podemos volver.
El día que lloré en una camilla fue el día en que algo se aflojó.
Me estaban dando un masaje, no hablábamos, y de pronto una parte de mí empezó a llorar sin aviso.
No era dolor.
Era permiso.
El cuerpo, por fin, estaba recibiendo algo que no tenía que ganarse.
Ese llanto no era de ahora.
Era antiguo.
Era el de un niño al que nunca se le permitió sentirse a gusto en su cuerpo.
Un niño que entendió que el cuerpo tenía que esconderse.
Que había que corregirlo antes de mostrarlo.
Que ocupar espacio era una amenaza.
Y sin embargo… ese niño no se fue.
Esperó.
Esperó todos estos años a que yo volviera por él.
A que me quedara quieto, respirando, sin corregirme.
A que me tocara la panza sin juicio.
A que caminara por la calle sin esconder el pecho.
A que pudiera mirar mi reflejo sin ganas de modificarlo.
Ese día entendí que la verdadera espiritualidad no me pedía salir del cuerpo, sino entrar en él.
Que no había iluminación posible si me negaba el derecho a habitar mi columna, mis huesos, mi carne.
Habitar el cuerpo es volver al presente.
Pero no ese presente de postal, neutro y perfecto.
No.
Es el presente lleno de marcas.
De tensiones heredadas.
De gestos que aprendimos sin saber por qué.
De posturas que no elegimos.
De resistencias que fueron armaduras.
Y de una ternura que aún vive debajo de todo eso.
Yo no volví al cuerpo con luz.
Volví a tientas.
A los empujones.
Primero con molestias. Después con síntomas.
Y recién mucho después, con amor.
Hoy me doy cuenta de que nunca estuve “desconectado” del cuerpo.
Estuve sobreviviendo en él.
Lo traté como campo de batalla, como escondite, como recurso, como obstáculo.
Pero el cuerpo…
nunca me dejó solo.
Nunca me juzgó.
Nunca se fue.
Esperó.
Esperó a que pudiera tocarme sin corregirme.
Esperó a que pudiera respirar sin esconderme.
Esperó a que dejara de apretarlo para entrar en una talla emocional que no era la mía.
Y cuando volví —aunque fuera en llanto, en temblor, en vergüenza—
el cuerpo no me reprochó nada.
Me abrió la puerta.
El fuego del cuerpo no es fácil de encender.
Porque para prenderlo, hay que estar dispuesto a sentir lo que duele.
Hay que atravesar la mirada que alguna vez nos juzgó.
Hay que soltar la voz de la abuela, de la madre, del espejo.
Y quedarse quieto.
En la respiración.
En el latido.
En la curva de la espalda.
En la parte que rechazamos.
En la que escondimos.
En la que nunca fue nombrada.
Ese es el umbral.
Y cuando se atraviesa,
ya no hay vuelta atrás.
Hoy ya no meto la panza para gustar.
No encorvo la espalda para no parecer altivo.
No aprieto los glúteos para borrar la sensualidad que me dijeron que era impropia.
Hoy no me visto para esconderme, ni me desvisto para agradar.
Hoy me habito.
Con mis tensiones y mis zonas dormidas.
Con mi mandíbula que aún se cierra cuando tengo miedo.
Con mi cadera que se afloja cuando me siento en casa.
No busco perfección.
Busco presencia.
Y cuando la encuentro, aunque sea por un instante,
sé que volví.
Volví a mí.
Preguntas que arden:
¿Qué parte de tu cuerpo empezaste a esconder cuando alguien te miró con juicio por primera vez?
¿Cómo se manifiesta hoy en tu cuerpo esa vergüenza antigua?
¿Qué tensiones sostenés como si fueran naturales, pero en realidad son adaptaciones?
¿Qué gestos de tu cuerpo fueron corregidos para que encajes?
¿Qué diría tu cuerpo si pudiera hablar por sí solo durante un minuto entero?
Ejercicio de fuego lento:
Elegí una parte de tu cuerpo que te haya generado conflicto: panza, mandíbula, columna, piernas, cadera, lo que sea.
Llevá la mano ahí.
Respirá lento.
Quedate tres minutos sin cambiar nada.
Y repetí en voz interna o en susurro:
“No vengo a corregirte. Vengo a escucharte.”
Observá qué aparece.
Una imagen, una emoción, un recuerdo.
No lo juzgues.
Dejalo hablar.
“Mi cuerpo no fue mi enemigo. Fue el altar al que nunca me animé a volver.”
Gracias por haberte quedado hasta acá.
Este fuego es el primero por una razón:
todo lo demás arde distinto cuando volvemos a habitar el cuerpo.
→ En la próxima entrega de esta serie de los 7 fuegos:
El fuego de la palabra – Lo que no dije me dolió más que lo que viví.
Porque después del cuerpo… viene el verbo.
Y es hora de empezar a decirnos con verdad.
Yo responderé tu primer pregunta que arde, escondía mis senos, mis bubbies porque alguién muy cercana de la familia me decía que había que ocultarlas porque parecía que pretendía gustar y buscar algo más! En mí adolescencia sufri por eso, porque me desarrolle muy chica y unos añitos después solté esa tontería y me encantaba y me encanta usar escotes. Aún de repente siento eso que quedo guardado en el inconsciente seguramente y por mi edad pienso que ya me veré mal pero después me vale ya una chingada y uso ropa ajustada , que se vea lo que hay. Así, como sea, imperfecto y maravilloso mi cuerpo y sobre todo sano. Muy bueno tu escrito. Me identifique bastante con él. Saludos.