Hubo un tiempo en el que no sabía que estaba callado.
Hablaba, claro. Hablaba bien. Hablaba mucho.
Decía lo que convenía, lo que gustaba, lo que encajaba.
Pero lo que dolía…
eso se quedaba enredado en alguna parte de la garganta.
No subía. No salía. No se decía.
Y con el tiempo, esa omisión se volvió músculo.
Callar se volvió costumbre.
No era por cobardía.
Era una forma de supervivencia emocional.
Decir lo que me pasaba era riesgoso: podía provocar incomodidad, rechazo, castigo o simplemente, indiferencia.
Así que aprendí a filtrar. A traducir. A recortar.
Como si mis palabras fueran demasiado.
Demasiado intensas.
Demasiado directas.
Demasiado reales.
Y lo real, en algunos entornos, es lo primero que se aprende a esconder.
Recuerdo el primer nudo.
No en la garganta, sino en la emoción.
Yo tendría diez, once años.
Había escuchado a mi madre decir algo hiriente sobre mi forma de hablar.
No lo dijo en tono grave, ni con violencia.
Lo dijo como quien hace una observación.
Como quien educa.
“Siempre tenés que estar exagerando.
Siempre tan dramático.
Tan sensible.”
No me gritó.
Pero me desautorizó.
Y ese comentario quedó girando dentro de mí durante años, como una orden no escrita:
no dramatices. No molestes. No sientas tanto. No lo digas así.
Desde ese día, cada vez que algo me pasaba, lo pasaba primero por un filtro.
¿Está bien decir esto?
¿No será mucho?
¿No voy a parecer débil?
¿No me van a dejar de querer?
Y así fue como la palabra, en vez de ser puente, se volvió frontera.
Un lugar al que no podía ir sin permiso.
No se trataba solo de los demás.
Empecé a autocensurarme con una eficacia quirúrgica.
Mis propias frases me daban miedo.
Mis emociones, vergüenza.
Y cuando escribía, incluso en mi diario íntimo, lo hacía como si alguien pudiera leerlo y juzgarme.
Había un ojo ajeno instalado adentro de mí, corrigiéndome todo el tiempo.
Y eso no solo me quitó voz.
Me quitó presencia.
Porque cuando no podés decir lo que sentís, empezás a desaparecer en partes.
Primero la rabia. Después la tristeza. Más tarde el deseo.
Y al final, lo que queda es una voz que dice lo correcto…
pero no dice nada que importe.
Durante mucho tiempo, confundí hablar con decir.
Y no es lo mismo.
Hablar es articular sonidos.
Decir es arriesgar verdad.
Es exponerse.
Es confesar lo que uno siente aunque no suene bien.
Es pronunciar una frase que pueda cambiarlo todo.
Y eso, durante años, no me lo permití.
Hasta que un día lo hice.
Dije algo que no tenía forma linda, ni estaba justificado.
Algo que venía de muy atrás, y que necesitaba salir.
No fue en voz alta. Fue en un texto.
Lo escribí temblando.
No supe si publicarlo. No lo hice. Pero tampoco lo borré.
Y solo eso —escribirlo sin censura—
fue un acto de regreso.
Ese día entendí que lo no dicho también deja cicatriz.
Que las palabras tragadas se convierten en síntomas.
En rigidez. En ansiedad. En insomnio.
En ganas de explotar por cualquier detalle.
Porque cuando no decís lo que importa, terminás diciendo lo que no hace falta.
O callando tanto que se te desfigura la voz.
Empecé a escucharme de nuevo.
A observar cómo me hablaba cuando cometía un error.
Qué tono usaba para consolarme.
Qué palabras decía cuando nadie me miraba.
Y descubrí que mi diálogo interno era cruel.
Más cruel que cualquier palabra que viniera de afuera.
Me decía inútil, exagerado, innecesario.
Me callaba antes de siquiera haber hablado.
Y ahí supe que no era solo el mundo el que me había hecho callar.
Era yo quien me seguía repitiendo lo que otros me habían dicho.
Ese día decidí que tenía que reaprender a hablarme.
A nombrarme con fuego y no con desprecio.
A declarar lo que sí soy, y no solo lo que falta.
A usar el lenguaje no para manipularme, sino para restaurarme.
Desde entonces, la palabra volvió a ser mía.
No perfecta. No siempre bella.
Pero mía.
Escribo para no desaparecer.
Me digo lo que necesito oír.
Y cuando tiemblo al nombrarme, no me callo:
me abrazo más fuerte.
Preguntas que arden:
¿Qué palabra necesitaste decir en voz alta y nunca pudiste?
¿Qué frases usás internamente cuando te sentís vulnerable?
¿Qué voz todavía vive en vos, repitiendo lo que alguien más te dijo hace años?
¿Cómo sería tu vida si te hablaras con ternura y claridad todos los días?
Ejercicio de fuego lento:
Escribí una sola frase que necesitás escuchar de alguien.
Solo una.
Ahora, reescribila como si te la dijeras vos, en presente.
Y repetila en voz alta, lento, sintiendo cada palabra.
Como si fuera una oración antigua, un conjuro vibracional, un abrazo.
Hacelo por cinco días. A la misma hora. Sin testigos. Solo vos y tu verdad.
“No me salvó una persona. Me salvó una palabra que me animé a decir.”
Gracias por seguir este fuego.
Después del cuerpo… el verbo.
Y después del verbo… el deseo.
→ En la próxima entrega:
El fuego del deseo – Aprender a desear sin castigarme.
Porque todo lo que callamos, en algún lugar, sigue pidiendo ser sentido.
Y a veces, lo que más nos cuesta, es permitirnos querer.