Hubo un tiempo en el que no sabía si lo que sentía era deseo o peligro.
Mi cuerpo reaccionaba. Mi mirada se detenía. Mi imaginación se encendía.
Pero algo en mí apretaba el freno enseguida.
Como si estuviera entrando en un terreno equivocado.
Como si todo deseo naciera ya manchado.
Deseaba, sí. Pero no libremente.
Deseaba con el cuerpo tenso.
Con la culpa a flor de piel.
Con el juicio acechando.
Como si estuviera haciendo algo incorrecto, incluso antes de moverme.
Como si mi deseo hablara un idioma que no podía ser dicho en voz alta.
Lo empecé a notar de muy chico, cuando mi cuerpo se conmovía sin que nadie lo tocara.
Con una imagen. Una voz. Una presencia.
Algo vibraba adentro, pero no sabía qué era.
Y mucho menos sabía si estaba bien sentirlo.
No tenía palabras para nombrarlo, así que lo guardé.
Lo envolví en silencio.
Lo disimulé.
Y cuando empecé a tener palabras, usé las que había aprendido de otros:
“sucio”, “vergonzoso”, “exagerado”, “prohibido”.
No me lo decían directamente.
Me lo enseñaban con gestos.
Con incomodidad.
Con miradas que cambiaban cuando yo me movía con demasiada soltura.
Con frases sobre lo correcto, lo normal, lo que debía gustarme, lo que no.
Y así fue como aprendí a vivir el deseo desde el exilio.
Durante años no supe que me estaba castigando por desear.
No me insultaba. No me prohibía explícitamente.
Pero me retiraba afecto cada vez que sentía algo que me desbordaba.
Me endurecía.
Me corregía en el espejo.
Me reía de mí mismo cuando me enamoraba.
Y creía que lo que quería era demasiado.
Demasiado rápido.
Demasiado intenso.
Demasiado trágico.
Demasiado yo.
Cada vez que alguien me gustaba, sentía que tenía que esconderlo.
Que si me notaban deseante, iban a pensar que era débil, inadecuado, o carente.
Que mi deseo se iba a interpretar como necesidad.
Y la necesidad como defecto.
Así fue como empecé a elegir sin elegirme.
A acercarme desde el hambre y no desde la libertad.
A fantasear con ser deseado más que con desear de verdad.
Porque en el fondo, pensaba que desear era sinónimo de perder.
Que querer a alguien me volvía vulnerable.
Que sentir me dejaba expuesto.
Que lo sano era desear poco.
O desear en secreto.
Pero el deseo no se apaga.
Solo se esconde.
Y cuando se esconde por mucho tiempo,
empieza a volverse torcido.
Lo noté cuando deseaba más lo que me rechazaba.
Cuando me obsesionaba con amores imposibles.
Cuando fantaseaba más de lo que vivía.
Cuando quería sin animarme a decirlo.
O cuando me vinculaba desde un fuego ansioso que, en realidad, era miedo.
Miedo a que no me eligieran.
Miedo a que sí me eligieran y me vieran de verdad.
Miedo a quemarme.
Miedo a encenderme.
Miedo a necesitar.
Hasta que algo cambió.
No fue de un día para otro.
Fue un proceso lento, casi imperceptible.
Un proceso de perdón al deseo.
De dejar de tratarlo como síntoma.
De empezar a escucharlo sin censura.
Me pregunté:
¿Y si mi deseo no es el problema?
¿Y si el problema es cómo me trato cuando aparece?
¿Y si no estoy roto, sino reprimido?
¿Y si desear no es carencia, sino conciencia?
Y ahí empezó el fuego verdadero.
Descubrí que el deseo no es solo sexual.
Es impulso vital.
Es energía que quiere manifestarse.
Es movimiento.
Es creatividad.
Es conexión.
Es afirmación.
Y cuando lo vivís con presencia, sin juzgarlo,
el deseo deja de doler.
Hoy ya no me castigo por sentir.
No me corrijo cuando algo me conmueve.
No me apuro a interpretar lo que aparece.
No necesito que el otro me corresponda para validar lo que siento.
Hoy me permito desear sin disolverme.
Sin convertirme en mendigo de la atención ajena.
Sin perderme en la mirada del otro.
Deseo y me quedo conmigo.
Deseo y me escucho.
Deseo y no me retiro.
Porque ahora sé que mi deseo no me hace débil.
Me hace real.
Me hace humano.
Me hace fuego.
Preguntas que arden:
¿Qué parte de tu deseo tuviste que esconder para ser aceptado?
¿A qué imagen de vos mismo le tuviste miedo por lo que deseaba?
¿Cuántas veces confundiste deseo con necesidad emocional?
¿Qué fantasías seguís desautorizando antes de siquiera explorarlas?
Ejercicio de fuego lento:
Pensá en una escena íntima que nunca te permitiste imaginar en detalle por vergüenza, juicio o autocensura.
No tiene que ser explícita.
Solo real.
Permitite escribirla para vos.
Sin editar.
Sin justificar.
Solo dejar que tu cuerpo diga lo que quiere.
Y al final del texto, agregá esta frase:
“Deseo, luego existo. Y no me voy a castigar por estar vivo.”
“Mi deseo no era peligroso. Mi deseo era la forma más honesta de mi alma.”
Gracias por llegar hasta acá.
Este fuego no siempre arde con delicadeza.
Pero es justo en su llama donde empezás a recordar qué partes tuyas seguían esperando ser encendidas.
→ En el próximo artículo:
El fuego del tiempo – Honrar cada vida que fui.
Porque hay versiones tuyas que todavía te esperan en un rincón de la memoria.
Y quizás, esta vez, no las dejes atrás.