En algún momento creí que el amor era darlo todo.
Todo lo que tenía. Todo lo que era. Todo lo que no me pedían.
Me acercaba con el corazón abierto y las manos llenas, aunque nadie me las hubiera extendido.
Me acomodaba. Me moldeaba. Me ofrecía entero, esperando que el otro quisiera quedarse.
No lo hacía por bondad.
Lo hacía por miedo.
Miedo a no ser suficiente si no me entregaba por completo.
Miedo a que si ponía un límite, me dejaran.
Miedo a que si no estaba disponible, me reemplazaran.
Así que me volvía todo lo que el otro necesitaba.
Y en el camino, me perdía.
A veces me enamoraba sin que el otro hiciera nada.
Una mirada, una atención sostenida, una pequeña ternura… y ya sentía que podía proyectar una historia.
Como si mi cuerpo supiera adelantarse a la entrega antes de saber si había reciprocidad.
Como si hubiera algo ancestral en mí que gritaba:
“¡Quedate! Yo me encargo de que funcione.”
Y eso hice.
Durante años.
Me encargué de que las relaciones funcionaran.
De entender al otro.
De justificar sus distancias.
De empatizar con su dureza.
De traducir sus silencios.
Pero mientras tanto, ¿quién me entendía a mí?
Hay vínculos en los que no te rompen: te disuelven.
No te dicen que estás mal.
Pero tampoco celebran lo que sos.
No te agreden.
Pero tampoco te sostienen.
Y entonces empezás a amoldarte.
A no pedir.
A no nombrar lo que te duele.
A callar por miedo a incomodar.
A sonreír con la garganta apretada.
Y cuando eso se repite, una y otra vez,
terminás sintiendo que el amor es eso:
un lugar donde uno desaparece de a poco.
Yo aprendí a ser funcional al vínculo.
A ser deseable, amable, útil.
A llenar vacíos, contener emociones, calmar tormentas.
Era más fácil ser lo que el otro necesitaba, que preguntarme qué necesitaba yo.
Porque no sabía cómo quedarme conmigo si el otro se alejaba.
Y prefería quedarme cerca de alguien que me confundía,
antes que enfrentar el silencio de no tener a nadie.
Pero hubo un día —o quizás fueron muchos días que se acumularon—
en el que el cansancio fue más fuerte que el deseo de ser querido.
Y ahí se encendió el fuego.
El fuego del vínculo no quema al otro.
Te quema a vos.
Te muestra lo que estuviste haciendo para no sentirte solo.
Te revela todas las veces en las que te callaste para mantener la paz.
Todas las escenas en las que dijiste “no importa”, cuando en realidad te dolía.
Y no lo hace para culparte.
Lo hace para que veas lo que estás dejando en el altar del amor.
Hoy me doy cuenta de que no me traicionaron.
Me traicioné yo.
Al no ponerme primero.
Al no quedarme conmigo cuando algo no me hacía bien.
Al aceptar retazos, creyendo que eso era lo máximo que podía recibir.
No me rompieron.
Me desdibujé.
Y ahora tengo que volver a dibujarme.
Con líneas nuevas.
Con formas que no se borren cada vez que alguien no me elige.
Ya no quiero relaciones donde tenga que justificar mi existencia.
Donde tenga que minimizar mi dolor para parecer maduro.
Donde tenga que explicar por qué necesito cuidado.
No quiero más vínculos donde el cariño se dosifica como premio.
Donde el otro aparece cuando quiere y desaparece cuando algo se vuelve incómodo.
No quiero más amar desde la deuda.
Ni que me quieran desde la conveniencia.
Quiero vínculos donde pueda respirar entero.
Donde no tenga que calcular cuánto mostrar.
Donde amar no signifique encogerme para que el otro no se asuste.
Y si eso ahuyenta a alguien, que se vaya.
Porque no vine a gustar.
Vine a quedarme conmigo.
Preguntas que arden:
¿Qué parte de vos dejás afuera cuando te vinculás para no perder al otro?
¿En qué relación actual estás entregando más de lo que recibís?
¿Cómo te tratás cuando no te eligen como esperabas?
¿Qué aprendiste sobre el amor que hoy sabés que no querés repetir?
Ejercicio de fuego lento:
Escribí una lista de lo que hacés —o dejás de hacer— para mantener vínculos.
¿Cuáles de esas acciones nacen del amor, y cuáles del miedo?
Tachá las que te alejan de vos.
Y debajo, escribí esta declaración:
“No me voy a perder otra vez. Esta vez, me quedo conmigo.”
Leela cada vez que dudes si vale la pena quedarte en ese vínculo.
“No quiero que me amen por desaparecer. Quiero que me amen por quedarme.”
Gracias por seguir ardiendo en esta serie.
Este fuego es el que más confunde.
Porque se parece al amor.
Pero si no te incluye, no es amor: es abismo.
→ En la próxima entrega:
El fuego de la herida – La grieta por donde entró la luz.
Porque hay dolores que no vinieron a destruirte.
Vinieron a abrir una puerta que no querías tocar.
Importante lo que escribes. Estoy segura que si tenemos que cambiar algo de nosotros para que nos amen, en definitiva no es amor. Mi forma de amar es intensa, doy todo , sino ¿para qué? Pero a la primer falla, me voy. Así sin más. Jamás cambiaría mi esencia por la compañía de alguién, nunca lo he hecho. Esa parte, es lo bonito del amor, de lo real, de lo que vale la pena cuidar. En amor de pareja siempre espero lealtad y admiración, estoy segura que con esas bases todo lo demás llega a consecuencia.
Gracias por seguir compartiendo tu fuego. Muy bueno.
Ahí y que bueno que volviste a tí. Es difícil pero taaaan satisfactorio.