Hay heridas que no hacen ruido, pero modelan toda nuestra vida emocional.
Esta es una reflexión simbólica sobre lo que ocurre cuando la alegría, en lugar de afirmarse como derecho, queda asociada a la pérdida, la vergüenza o la interrupción.
En parte es una historia personal y también es una historia compartida por muchos. Y tal vez, si alguna parte de vos aprendió a no entusiasmarse “por las dudas”, esta entrega te ayude a volver a habitar la alegría con dignidad y sin culpa.
Hay infancias en las que el gozo dura menos que un suspiro.
Niños que aprenden, demasiado pronto, que todo lo que promete alegría puede esfumarse sin explicación.
Un plan cancelado.
Un helado que se cae al suelo y no es reemplazado.
Una mirada que no llega.
Un gesto de ternura que queda siempre pendiente.
Hay infancias donde las cosas no se rompen a gritos, sino por omisión.
No hay una herida que sangre.
Hay pequeñas ausencias que se acumulan como polvo en las comisuras del alma.
Y cuando uno crece con esa repetición, algo adentro empieza a operar en silencio:
“No te entusiasmes demasiado.”
“No confíes en lo que alegra.”
“No te ilusiones: siempre pasa algo.”
Y entonces, un día, el cuerpo deja de abrirse ante la expectativa.
El sistema nervioso aprende a tensarse frente a cualquier cosa que parezca promesa.
La ilusión se vuelve sospecha.
Y la alegría… una emoción incómoda, casi culpable.
No todos los niños fueron golpeados con dureza.
Pero hay quienes crecieron con el golpe blando de la desatención.
Con adultos que, sin intención de herir, miraban de costado.
Respondían tarde.
Prometían y olvidaban.
Y no sabían —no podían— hacer espacio para la emoción completa de un hijo.
Entonces el niño aprendía a medir lo que sentía.
A contener el entusiasmo.
A endurecer el cuerpo.
A reírse poco y con culpa.
A no molestar con su deseo de ser mirado.
A veces, ese mismo niño llegaba a sentirse avergonzado de tener un cuerpo.
De habitarlo.
De mostrarlo.
De no saber si era suficiente.
Porque no había nadie que pudiera decirle: “estás bien como sos.”
Y cuando no hay quien valide el brillo genuino, uno empieza a sospechar de sí mismo.
Y hasta de su derecho a existir.
Esa infancia no desaparece.
Se muda al cuerpo adulto.
Se aloja en la espalda, en los músculos que se tensan sin motivo, en el pecho que se cierra ante el placer, en el gesto que no termina de entregarse.
Y aparece, de pronto, como un espasmo.
Como una tristeza sorda.
Como la sensación de que la vida sigue siendo un plan que siempre se cancela.
Pero hay algo más difícil aún:
La adultez llega, y con ella la pregunta que envenena en silencio:
“¿Cómo puede ser que aún me duela esto?”
“¿No debería haberlo superado?”
“¿No es ridículo que algo tan antiguo me siga pesando así?”
Y ahí empieza el verdadero autoabandono.
No por lo que dolió antes.
Sino por el juicio actual sobre ese dolor.
La vergüenza por no estar “mejor”.
La autoexigencia que reemplaza al abrazo que faltó.
Lo que nadie dice es que el trauma emocional no tiene edad.
Y que hay memorias que no se disuelven con el tiempo, sino con presencia.
Con ternura activa.
Con reeducación somática.
Con palabras nuevas donde antes hubo silencio.
Volver a uno mismo es también recuperar el derecho a alegrarse sin culpa.
Es permitirle al cuerpo que vuelva a confiar.
Que un plan no siempre se va a arruinar.
Que un gesto lindo no siempre será interrumpido.
Que lo bueno puede durar.
Y que incluso si se cae el helado… alguien vendrá con otro.
O nos tomaremos el tiempo de ir a buscarlo nosotros mismos.
Con dignidad.
Con deseo.
Con derecho.
Porque la alegría no es un error.
Es una memoria ancestral del alma.
Una fuerza que empuja la vida hacia la expansión.
Y si el cuerpo aún la rechaza, no es porque no la merezca.
Es porque aún recuerda el día en que la perdió.
Y necesita volver a aprender que esta vez, puede quedarse.
Para tener presente
– La alegría interrumpida también deja marcas.
– El cuerpo adulto guarda las lecciones emocionales de la infancia.
– A veces el espasmo no es físico: es un miedo encapsulado en un músculo que ya no quiere sostener más.
– No hay que disculparse por lo que aún duele.
– Recuperar el derecho a disfrutar es un acto de reparación profunda.
Prácticas de regreso
1. Mapa de las interrupciones
Recordá cinco momentos en los que algo bueno fue cancelado o interrumpido en tu infancia. ¿Qué sentiste? ¿Qué conclusión sacaste sin saberlo? Anotá cada escena y lo que aprendiste sobre el gozo.
2. Mantra del permiso
Repetí cada día en voz baja:
Puedo entusiasmarme sin miedo.
Lo bueno también puede quedarse.
No tengo que contener mi alegría para ser amado.
3. Reescritura simbólica
Elegí una escena. Transformala.
Imaginá que esta vez el adulto sí te mira.
Que te escucha.
Que repite tu nombre.
Que no se ríe de vos, sino que te protege.
Sentí lo que ese cuerpo habría sentido entonces.
Y quedate ahí.
Preguntas que arden
– ¿Qué idea inconsciente tenés sobre la alegría?
– ¿Qué emociones tuviste que aprender a ocultar para ser aceptado?
– ¿Cómo sería tu vida si pudieras disfrutar sin miedo a perder?
Gracias por leer, por volver a vos, por hacer espacio para lo que también merecés sentir.
Con fuego y ternura,
Angel