Dos orillas que se miran: Manhattan como promesa y como isla; el deseo que empuja y, a la vez, ahoga; el espectáculo de las miradas; la presión económica y simbólica que te sostiene de la nuca mientras te dice “adelante”.
“No quiero ser víctima de lo que más quiero.”
“No puedo parar de imaginar cómo sería vivir en Manhattan.”
Upper West Side, ventanales inmensos que dan a un patio trasero de luces y verdes de la planta baja de un edificio de departamentos estilo brownstone. Una lámpara en la mesa deja un charco tibio sobre los libros. El vapor de las calderas hace un rumor de invierno, aunque afuera sea agosto. “Quedate acá unos días, yo me vuelvo a Colombia el sábado por la noche y vos podés quedarte el tiempo que quieras”, me dijo mi amigo, y esa cama prestada se volvió cuenco, orilla y espejo a la vez. Yo vivía en Williamsburg. Cruzaba el East River todos los días como quien cambia de idioma, como un animal subterráneo. Como un alien habitaba el barrio jasídico, con su singularidad, su propio calendario, sus rituales y ceremonias. Entre esas dos orillas —Upper West y Brooklyn— mi cuerpo aprendió a respirar por tramos: un pulmón allá, otro acá, un hilo de aire semejante a una frontera.
Una noche sueño la frase que se cuela en mí desde hace años. Estaba en una isla, una isla cubierta de agua. Era Manhattan, una isla y el agua al cuello, literal. Era nadar o morir. Nadar es necesario, pero cada brazada arriesga la vida. La ciudad se vuelve literalmente una isla y yo, un punto que se niega a hundirse. Alrededor, agua y más agua, la ciudad inundada, semáforos en rojo con forma de ley; el purismo del barrio como aduana de miradas; el espectáculo de los que miran a los que se ahogan; los sin hogar; los migrantes. No es grandilocuencia ni pose política: es el cuello contando centímetros de aire. Mi biografía puesta en mapa: el cuerpo como borde, la ciudad como vaso comunicante, la ley como mano que sujeta y aprieta la nuca. Sin salvavidas.
No escribo esto para especialistas. Escribo para quien durmió en una cama prestada, para quien cruza ciudades a pie o en papeles, para quien alguna vez fue objeto de una regla que no escribió. Si digo síntoma, digo: una imagen que insiste y te pide trabajo. Si digo fantasma, digo: la película que organiza lo que te pasa sin pedirte permiso. Si digo goce, digo: ese exceso que empuja aun cuando lastima. Todo eso, en isla. Todo eso, en el cuerpo que intenta no perder su fuego.
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